En un pueblo asomado al mar, el arquitecto a los ocho años
atravesaba el lavadero para ir a la escuela.
El edificio estaba situado en una pendiente orientada al
sur. Había bancales de limoneros y naranjos en la terraza superior y grandes
almendros en la inferior. Las ramas de los almendros se colaban a través
de los arcos. Arcos y ramas arrojaban su
sombra al interior y el agua corriente reflejaba la luz y el verdor, llenando
el techo de color y vibración. El edificio era de piedra enfoscada y encalada. Las
piletas de cemento, brillantes por el desgaste del jabón y la ropa, parecían de
piedra bruñida.
El sistema de acequias no había cambiado desde los árabes. A
la vera de los caminos, el agua corría alegre por toda la huerta. Pero entrando
en el lavadero, el cauce aumentaba y el agua se remansaba. Cambiaban la
atmósfera y el ánimo. Entrando desde el sol, tenías que adaptar los ojos; el
olor del jazmín y del azahar había quedado retenido en el interior, el sonido
se transformaba, creando algo de eco. De manera que bajabas la voz. Imaginad
también las noches de luna en verano. Habría parejas sentadas en el poyete bajo
los arcos.
Por supuesto había sido un lugar de encuentro y bullicio
social en los días de antes de la lavadora: en algún momento habría habido allí
más de cincuenta personas hablando, susurrando, cantando. Mujeres sobre todo, y
niños. Algunos edificios muestran su capacidad de añadir verdad y dignidad a la
actividad humana. Parece que la arquitectura es capaz entonces de conquistar el
fondo de la vida. Como en la iglesia o el mercado. Así, cierto carácter de ágora había sobrevivido a la
desaparición de su función original…
No era un lugar que uno iba a ver. Era un sitio de paso cuya
influencia se iba imponiendo. En una iglesia esperamos recogimiento e incluso
sobrecogimiento. En un lavadero lo
descubrimos como una revelación y veinte años después nos preguntamos
cómo era posible. Es una lección lenta.
El encuadre del paisaje, la alineación de elementos
distintos haciendo como acordes, el ritmo más lento y elástico de los arcos
junto a la repetición hipnótica como de redoble de las pilas de lavar. La
cadencia moderna de los contrafuertes. Las proporciones eran generosas, el muro
de contención al norte tendría cinco metros de alto. Era un lugar de paso, pero
había también la posibilidad de remolonear con amigos, sentados unos en las
piletas y otros bajo los arcos.
Durante muchos años pensé que quizás idealizaba un edificio
ligado a la infancia y primera adolescencia en un pueblo mediterráneo.
Pero la foto enviada ahora por un familiar confirma el recuerdo. La cantidad
justa de arquitectura. La foto resucita el sitio, sobre todo por todo lo
que no cuenta, lo que la sobreexposición
de lo blanco y la sombra ocultan.
(Hoy el lavadero no existe .También ha desaparecido todo el
sistema de acequias desde que alguien decidiera que no era lo bastante
sostenible. Y con el agua, las ranas, los peces, la hierba y todo el frescor de
las huertas. En su lugar unas gomas negras agujereadas van dejando cicateramente
salir las gotas de agua. Pero esta es otra historia.)
Algo sin embargo había olvidado. Al fondo de la imagen,
antes de salir del lavadero, la construcción entera se quiebra para adaptarse
al terreno. El último arco pierde la alineación para seguir al camino.
Naturalidad y buen tono de una arquitectura no encorsetada por la idea o el
concepto. A menudo se habla de la humildad de lo vernáculo. Creo que no había
nada humilde en el lavadero. Pero sí tenía la dignidad que otorga la falta de
pretensiones y el respeto y comprensión del lugar..
Se estaba, en fin,
muy bien allí.
Nathan Romero, arquitecto
Copenhague.
La visión entrañable de un arquitecto, hoy danés, que fue niño en Altea. Tiene algo de aquello de las estelas romanas, de las tres imágenes del hombre que lo definan: la del hombre adulto y en su plenitud en el centro -la del autor que nos relata-, junto a él a su izquierda la del niño que fue... ese niño casi adolescente que se reunia con sus amigos en el lavadero de Altea... y que ahora vuelve a vivir en sus recuerdos. No sabemos la del hombre en la senectud que acompañaría a la derecha..., esperemos que en muchísmos años. Gracias Nathan por tan bellos recuerdos.
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