23 ago 2013

El lavadero de Altea, por Nathan Romero


En un pueblo asomado al mar, el arquitecto a los ocho años atravesaba el lavadero para ir a la escuela.
El edificio estaba situado en una pendiente orientada al sur. Había bancales de limoneros y naranjos en la terraza superior y grandes almendros en la inferior. Las ramas de los almendros se colaban a través de  los arcos. Arcos y ramas arrojaban su sombra al interior y el agua corriente reflejaba la luz y el verdor, llenando el techo de color y vibración. El edificio era de piedra enfoscada y encalada. Las piletas de cemento, brillantes por el desgaste del jabón y la ropa, parecían de piedra bruñida.
El sistema de acequias no había cambiado desde los árabes. A la vera de los caminos, el agua corría alegre por toda la huerta. Pero entrando en el lavadero, el cauce aumentaba y el agua se remansaba. Cambiaban la atmósfera y el ánimo. Entrando desde el sol, tenías que adaptar los ojos; el olor del jazmín y del azahar había quedado retenido en el interior, el sonido se transformaba, creando algo de eco. De manera que bajabas la voz. Imaginad también las noches de luna en verano. Habría parejas sentadas en el poyete bajo los arcos.
Por supuesto había sido un lugar de encuentro y bullicio social en los días de antes de la lavadora: en algún momento habría habido allí más de cincuenta personas hablando, susurrando, cantando. Mujeres sobre todo, y niños. Algunos edificios muestran su capacidad de añadir verdad y dignidad a la actividad humana. Parece que la arquitectura es capaz entonces de conquistar el fondo de la vida. Como en la iglesia o el mercado. Así, cierto  carácter de ágora había sobrevivido a la desaparición de su función original…
No era un lugar que uno iba a ver. Era un sitio de paso cuya influencia se iba imponiendo. En una iglesia esperamos recogimiento e incluso sobrecogimiento. En un lavadero lo  descubrimos como una revelación y veinte años después nos preguntamos cómo era posible. Es una lección lenta.
El encuadre del paisaje, la alineación de elementos distintos haciendo como acordes, el ritmo más lento y elástico de los arcos junto a la repetición hipnótica como de redoble de las pilas de lavar. La cadencia moderna de los contrafuertes. Las proporciones eran generosas, el muro de contención al norte tendría cinco metros de alto. Era un lugar de paso, pero había también la posibilidad de remolonear con amigos, sentados unos en las piletas y otros bajo los arcos.
Durante muchos años pensé que quizás idealizaba  un edificio  ligado a la infancia y primera adolescencia en un pueblo mediterráneo. Pero la foto enviada ahora por un familiar confirma el recuerdo. La cantidad justa de arquitectura. La foto resucita el sitio, sobre todo por todo lo que  no cuenta, lo que la sobreexposición de lo blanco y la sombra ocultan.
(Hoy el lavadero no existe .También ha desaparecido todo el sistema de acequias desde que alguien decidiera que no era lo bastante sostenible. Y con el agua, las ranas, los peces, la hierba y todo el frescor de las huertas. En su lugar unas gomas negras agujereadas van dejando cicateramente salir las gotas de agua. Pero esta es otra historia.)
Algo sin embargo había olvidado. Al fondo de la imagen, antes de salir del lavadero, la construcción entera se quiebra para adaptarse al terreno. El último arco pierde la alineación para seguir al camino. Naturalidad y buen tono de una arquitectura no encorsetada por la idea o el concepto. A menudo se habla de la humildad de lo vernáculo. Creo que no había nada humilde en el lavadero. Pero sí tenía la dignidad que otorga la falta de pretensiones y el respeto y comprensión del lugar..
 Se estaba, en fin, muy bien allí.

Nathan Romero, arquitecto
 Copenhague.

1 comentario:

  1. La visión entrañable de un arquitecto, hoy danés, que fue niño en Altea. Tiene algo de aquello de las estelas romanas, de las tres imágenes del hombre que lo definan: la del hombre adulto y en su plenitud en el centro -la del autor que nos relata-, junto a él a su izquierda la del niño que fue... ese niño casi adolescente que se reunia con sus amigos en el lavadero de Altea... y que ahora vuelve a vivir en sus recuerdos. No sabemos la del hombre en la senectud que acompañaría a la derecha..., esperemos que en muchísmos años. Gracias Nathan por tan bellos recuerdos.

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