Adolescente con coche al fondo*
por Miguel del Rey
por Miguel del Rey
El Ford llega puntual todos los días a las nueve y media a
la masía; desde unos minutos antes la chiquillería está pendiente del runrunear
del motor al abordar el repecho último del camino intentando observar el brillo metálico
del automóvil entre los olivos y los cipreses. Algunas personas están
preparadas para ir al pueblo, allí deben atender a algunos negocios, hacer las
visitas oportunas, o quizás los encargos y las compras necesarias para la casa. El chofer es habitual de la familia desde años, no hay que avisarle,
sube todos los días y al llegar deja el coche en posición en uno de los
extremos del patio, cerca del riurau, bajo una gran olmeda que ofrece sombra
fresca. Sabe que estos viajeros nunca son en exceso puntuales, tiene
tiempo para bajar del coche y con la gamuza repasar manivelas, pasamanos, faros
y radiador; le da una última mirada a habitáculo posterior, las banquetas bien dobladas,
los asientos en disposición. Francisco, el menor de los hijos de la familia, aún
adolescente y a quien le encantan los coches, como siempre se acerca al
vehículo para observar, incluso solicitar le deje el chofer maniobrar un poco…
El día se presenta caluroso, aunque este mes de julio no
perece aún que estemos en verano. Intuía el conductor que hoy iba para rato, las hijas de la
casa han llegado con él desde Altea, pasaron la noche en el pueblo para asistir
con alguno de sus hermanos al baile en el Casino de Canasta, donde actuaba un
terceto apoyado por violín, contrabajo, saxo y un jazz-ban, todo un lujo, pero
ante todo iban a oír a un amigo de la familia a Jaime G., un experto en clarinete. La madre y el hermano mayor quedaron en el campo y no les hizo
gracia alguna esta escapada sin sentido para ambos; más a él que a ella, pero esto es
habitual desde la muerte de su padre, el mayor ha tomado las riendas de una
familia en la que actúa no se sabe bien si como cabeza de familia o responsable
de un antiguo mayorazgo. La madre deja hacer a su primogénito, incluso le hace
gracia su disposición, pero sus preocupaciones son otras: oyó en la radio lo
sucedido en Madrid, el dramático asesinato de un parlamentario. Dios quiera que
esto no vaya a más. Por si acaso desea tener cerca a todos sus hijos, aunque
algunos de ellos ya tienen edad para volar libres. Son lo único que le importa
tras la muerte de su marido aquel día en que le iban a nombrar alcalde dada más que nada su condición de persona de consenso; su único consuelo era pensar que su inesperada
ausencia le libró de los graves problemas de cualquier cargo público en estos inestables
momentos. Con sus hermanas ha subido inesperadamente otro de los hijos,
el oficial de marina que llegó al pueblo a pasar un pequeño permiso con su
mujer y sus hijas, junto a ellas ha subido a pasar el día con los suyos en la masía.
El más joven de sus hijos, un adolescente se queda junto al
coche, le gustan los vehículos a motor, habla con el conductor, se separa del
grupo mientras alguien saca una cámara y propone inmortalizar el momento. La
algarabía de brazos para coger a los niños, atender a las señoras, el agruparse
para salir en el grupo, hacen que se descuiden los fondos de la placa, el coche
sale solo en su parte delantera, el adolescente no se agrupa…
Unos días más tarde cambiará la suerte de nuestros
protagonistas. El coche quizás pasará a servir
al pueblo y su estrella no se sabe a que designios obedecerá en sus paseos. La madre con las chicas y el joven quedarán en
la masía esos tiempos convulsos, defenderán con uñas y dientes los bancales
inmediatos a la casa para producir ellas mismas su sustento, bien frente a desesperados
ladrones nocturnos o a los sindicalistas que pretenden requisarles día tras
día estas últimas tierras; ella misma bajará al bancal y romperá
delante de los ”camaradas” sus carteles alegando que ya ha hecho demasiado por
la Republica: cuatro hijos en el frente sin saber nada de ellos y dos hijas que
no hacen más que tejer jerseys y calcetines a los camaradas del frente: “Esa
comida es para mi hijo menor, tuberculoso”, reconoce en un grito desesperado. El adolescente
contrajo la horrenda enfermedad y la situación se confabula en su contra, la única esperanza quizás venga de la penicilina, pero quienes la dispensan comercian
indecentemente con ella, la sustraen del comercio legal y la facilitan por
medio de truques cada día más difíciles y cuando ya no queda nada de oro en
casa, aceptan fincas que cambian por cajas del milagroso medicamento. La casa
de los abuelos en la calle del Mar es la que primera que cae, tras ella otras fincas
agrarias… pero no hay remedio, la fortuna juega contra el joven que quedará
para siempre en su condición de adolescente.
*.- La visión de una fotografía histórica azuza la memoria de aquello oído de niño a la luz de las estrellas en el patio de una masía alteana. Ficción y realidad se entrecruzan a partir de unos hechos reales.
*.- La visión de una fotografía histórica azuza la memoria de aquello oído de niño a la luz de las estrellas en el patio de una masía alteana. Ficción y realidad se entrecruzan a partir de unos hechos reales.
bonito relato corto, con depuradas maneras, e interesante historia costumbrista, que nos introduce finalmente en el gran drama fraticida de la primera mitad del pasado siglo.
ResponderEliminarGracias por la crítica.
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